27/5/10

Los ausentes ni siquiera rozaban nuestra memoria. Todavía se hablaba de ellos -"quién sabe que ha sido de ellos"-, pero poco se preocupaba uno de su destino. Incapaces de pensar en algo. Los sentidos estaban embotados, todo se desvanecía a una especie de neblina. Nada nos retenía ya. El instinto de conservación, la autodefensa, el amor propio, todo había desaparecido. En un último momento de lucidez, me pareció que éramos almas malditas errantes en el mundo-de-la-nada, almas condenadas a errar a través de los espacios hasta el fin de las generaciones en busca de su redención, en busca del olvido, sin esperanza de encontrarlo.


[...] hasta los días se Sabbat y los días de fiesta? ¿Porque en su omnipotencia había creado Auschwitz, Birkenau, Buna y tantas fábricas de la muerte? ¿Cómo decirle: "Bendito seas Tú, el Eterno, Señor del Universo, que nos has elegido entre todos los pueblos para ser torturados noche y día, para ver a nuestros padres, a nuestras madres, a nuestros hermanos terminar en el crematorio, alabado seas Tu Santo nombre, Tú que nos has elegido para ser degollados en Tu altar"?
Oía la voz del oficial elevándose, poderosa y entrecortada a la vez, en medio de lágrimas, los zollozos, los suspiros de todos los asistentes:
-¡Toda la Tierra y el Universo son de Dios!
Se detenía a cada instante como si no tuviera fuerzas para encontrar el contenido de las palabras. La melopea se ahogaba en su garganta.
Y yo, el místico de antaño, pensaba: "Sí el hombre es más fuerte, más grande que Dios. Cuando Tú fuiste defraudado por Adán y Eva los expulsaste del Paraíso. Cuando la generación de Noé te desagradó, hiciste venir el Diluvio. Cuando Sodoma no obtuvo gracia ante tus ojos, hiciste llover fuego y azufre sobre ella. Pero estos hombres a quienes Tú has engañado, a quienes Tú has dejado torturar, degollar, gasear, calcinar, ¿qué hacen? ¡Oran ante tí! ¡Alaban tu nombre!
-Toda la creación testimonia la grandeza de Dios!
En otras épocas, mi vida culminaba el día de Año Nuevo. Sabía que mis pecados entristecían al Eterno e imploraba Su perdón. En otras épocas, creía profundamente que de uno solo de mis gestos, que de una sola de mis oraciones, dependía la salvación del mundo.
Ahora no imploraba ya más. No era capaz de gemir. Al contrario, me sentía muy fuerte. Yo era el acusador. Y el acusado, Dios. Mis ojos se habían abierto y yo estaba solo, terriblemente solo en el mundo, sin Dios, ni compasión. No era más que cenizas, pero me sentía mas fuerte que ese Todopoderoso al que habían ligado mi vida durante tanto tiempo[...]

Elie Wiesel, "La noche"

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